El marxismo, una dogmática monista
Marx,
nacido en 1818, vivió en un mundo dominado por las ideas ilustradas
causantes de la Revolución Francesa que había conmovido todo el
orden social, político y económico de lo que fuera la Cristiandad.
El pensamiento de aquella época, de una parte, daba por
sentado el carácter progresivo, o la evolución perfectiva, de la
historia humana. De otra, creía firmemente en la capacidad racional
del hombre para desentrañar científicamente los secretos de la
historia y explicar, tanto los acontecimientos de épocas pasadas,
como los avatares futuros, que conducirán a la sociedad hacia su
luminosa perfección futura.
Heredera
de una serie de sistemas filosóficos de gran repercusión política,
la obra de Marx pretende superarlos a todos gracias a su insistencia
en la prioridad de la acción sobre la teoría. El fundamento último
de su pensamiento se halla en la doctrina del materialismo
dialéctico,
según el cual la aparente complejidad de lo real se reduce a lo que
llaman experiencia sensible, es decir al contacto activo del hombre
con la naturaleza. No existe realmente nada más que esa relación de
hombre con el mundo material. Al principio, el hombre se enfrenta a
la naturaleza, la conoce y desea satisfacer sus necesidades con lo
que ella ofrece, pero la capta como algo hostil y contrapuesto
a él mismo. Esa relación, que en principio es de oposición, es
superada por el hombre gracias a su acción, o trabajo, del que
resulta, por primera vez, lo que los marxistas llaman una mediación,
o síntesis de contrarios, cuando alcanza los frutos de su trabajo.
Desde el hombre primitivo, que ve la naturaleza como un objeto arisco
y peligroso, hasta el hombre moderno, todo el obrar humano consiste
en operar dialécticamente sobre la naturaleza para satisfacer sus
necesidades, de modo que una y otra se integren de manera progresiva.
La
relación del hombre y la naturaleza no es, pues, estática, sino
evolutiva. La cooperación entre los hombre se hace necesaria, surge
la distribución del trabajo y la distribución de los frutos
obtenidos. Y, sólo sobre eso, se va constituyendo a lo largo de la
historia el aparentemente inextricable conjunto de relaciones
sociales, políticas e ideológicas que ofrece la vida humana de los
tiempos modernos. La teoría central de Marx, llamada materialismo
histórico,
tiene precisamente la pretensión de desentrañar esa maraña de
relaciones sociales, descubrir su esencia y describir la ley
“científica” que rige la historia de toda la humanidad.
La
estructura de cualquier sociedad sólo se entiende si se recurre a
tres niveles
de explicación que, empezando por lo más fundamental,
son las fuerzas productivas, el modo de producción y la
superestructura ideológica. Las fuerzas
productivasde
que dispone cada sociedad (riquezas naturales, conocimientos técnicos
y división social del trabajo) determinan su organización,
o modo de producción:
“el molino a brazo engendra la sociedad feudal, el molino a vapor
la sociedad burguesa o industrial”. Aquí es donde aparece lo más
conocido de la teoría marxista de la sociedad, que se caracteriza
por incluir esencialmente la lucha en toda organización social y por
poner la armonía y la paz sólo al final de la historia, en la
hipotética sociedad en que culminará la historia. Mientras llega
ese momento, el modo
de producción de
la sociedad consta invariablemente de dos clases principales en
eterna contradicción, una dominante y otra sometida. Estas clases se
enfrentan hasta que una revolución violenta acaba con la oposición;
luego, una nueva clase dominante, por acumulación de riquezas,
produce una nueva clase sometida, que hará una nueva revolución, en
cuanto alcance conciencia de la miseria en que vive y de su propio
poder. La sociedad feudal de siervos y señores fue superada por la
revolución burguesa; y la burguesía, causante del modo de
producción capitalista, engendra el proletariado destinado
necesariamente a acabar con ella y a tomar las riendas de la
sociedad, hasta llegar, a través de la dictadura del proletariado, a
la vida armónica del hombre en consonancia con la naturaleza.
Sin
embargo el camino que describe Marx hasta ese logro final exige
destruir, por medio de la violencia revolucionaria, un tercer nivel
de acontecimientos, que surgen junto al modo de producción en toda
sociedad. Se trata de lo que llaman superestructura
ideológica,
que está constituida por el conjunto de ilusiones, o engaños,
creados por la clase dominante, para detener la superación del
enfrentamiento de clases y congelar así el curso necesario de la
historia. Esa superestructura engloba las instituciones jurídicas y
políticas, como el Estado; las filosofías especulativas, que
engañosamente se conforman con buscar la verdad sin cambiar el mundo
con la acción; y la religión, que traslada las contradicciones
reales (es decir, las económicas) a otro mundo, para producir
resignación en la clase oprimida. Esos engaños, siempre favorables
a los intereses de la clase dominante, se llaman alienaciones porque
tratan de perpetuar la separación, o enajenación, de la clase
obrera respecto de los frutos de su trabajo, y de mantener la
división de clases que, al final, desaparecerá cuando la revolución
haya acabado con todas ellas.
Esta
concepción marxista del universo es monista, en cuanto entiende que
toda la realidad se reduce a uno solo de sus aspectos: la materia
entendida como relación productiva del hombre sobre la naturaleza y
las relaciones económicas que de ahí surgen; y declara
intrínsecamente falseadas todas las demás realidades humanas, como
las relaciones sociales, desde la familia al Estado; como todas las
especulaciones ideológicas que exponen concepciones éticas, o
valorativas; como todos los mundos ajenos al mundo material que
describen las religiones. Y el marxismo no se conforma con denunciar
la falsedad que, según él, se da en todo esto, sino que exige su
destrucción práctica por medio de la violencia revolucionaria.
Es,
por otro lado, una concepción del mundo historicista, cientificista
y determinista, porque cree ofrecer las leyes inexorables de la
historia, que llevan desde la primitiva oposición entre el hombre y
la naturaleza, hasta su definitiva supresión en el mundo futuro,
donde desaparecerán las alienaciones, la familia, es Estado, las
ideología y las religiones para dar paso a una humanidad feliz, que
disfrutará armónicamente de la naturaleza sometida a su dominio.
Pero
hasta ese momento, el marxismo concibe el desarrollo histórico como
un enfrentamiento maniqueo entre la clase dominante, que encarna el
mal, y la clase sometida, de cuya acción depende por completo el
repetido proceso revolucionario que llevará hasta la felicidad
última -desde luego sólo terrena- y encarna, por tanto, la
totalidad de lo que podría llamarse el bien. A pesar de que los
marxistas se llenan la boca hablado de ética, no reconocen más
obligación “moral” que la de fomentar la fuerza de la clase
oprimida en aras de la revolución, aunque eso suponga todo tipo de
violencia y de falsedad. En breve sacaremos a la luz el engaño
deliberado, consentido y sistemático que suponen las distintas
tácticas usadas por los marxistas para subir al poder y, en
especial, la táctica de “Podemos”.
José Miguel Gambra